La comunicación en estado de alarma social

Josep Puigbó
20 de marzo de 2020

La alarma social la provoca un hecho repentino y excepcional. Un asesinato, un secuestro o un robo -especialmente, si la víctima es conocida- o un hecho que afecta una masa anónima -poco relevante individualmente- como es un atentado masivo o el caso que estamos viviendo, con el COVID-19. 

No caeré en la tentación fácil de alabar o de criticar la gestión de los que ahora gobiernan las instituciones. Están por su propia voluntad, nadie les ha obligado, y por consiguiente tienen que saber encajar todas las críticas, aunque a veces piensen que son injustas o interesadas. Pero también deben tener muy presente que la comunicación forma parte de la misma gestión, y que hay unos principios básicos que no se pueden obviar. 

Lo primero, admitir la incertidumbre y dejar de lado las afirmaciones categóricas, que hoy pueden resultar verosímiles y, al cabo de pocas horas, contrarias a la terca realidad. Sólo hace falta recordar la pésima gestión del gobierno de Aznar en los atentados del 11M en Madrid de 2004, cuando la única verdad oficial era la autoría de ETA. Lo viví y lo sufrí en primera persona, cuando presentaba el Telediario de las 15h en TVE. O cuando Zapatero quería calmar los ánimos frente a una crisis que ya nos caía encima, osando decir que España tenía una fortaleza económica fuera de cualquier duda y que el sistema financiero español era el más sólido del mundo. La realidad ya sabemos cuál fue. Ayudas públicas ingentes a la banca, desaparición de casi todas las cajas de ahorros y una recesión sin precedentes. Terca, la realidad, otra vez.

Segundo principio que considero básico. Separar la información de la opinión e informar de forma concisa sobre lo que está pasando y, por tanto, no de lo que puede llegar a pasar. No es posible combatir la alarma social creando más, a base de utilizar formas verbales en condicional (parecería que, podría pasar que, etc..). Lo que no ha pasado es posible que no pase. O sí, pero ya se verá. Y, cuando pase, después sí debe informarse.

El tercero. Informar de forma concisa, breve, no de forma torrencial y continuada. Un exceso de información causa desinformación, porque obliga a repetirse -no pasan cosas cada minuto- y esto aumenta aún más la alarma y la angustia de la ciudadanía. La información debe ser relevante, no repetida sin que aporte elementos nuevos.

El cuarto principio, es el de escoger los portavoces más creíbles frente a la opinión pública. Los mejores portavoces no suelen ser los políticos. Deben dar la cara, especialistas que generen confianza. Lamentablemente, el descrédito actual de los políticos sólo agrava los recelos entre la población y lleva el debate real a otros debates que, en estos momentos, no vienen al caso.

El quinto. Contextualizar la situación con referencias que el ciudadano entienda, sin dar cosas por sabidas. Ningún hecho es aislado en sí mismo. Seguro que hay referencias del pasado que nos pueden ayudar a entender el presente.    

El sexto. Saber cómo cerrar una crisis. Este principio es de manual. Se tiene que saber encontrar el momento adecuado, las referencias y las imágenes que lo demuestren, ofreciendo un balance de lo que se ha perdido... y de lo que se puede ganar en el futuro, si se aprende de los errores. 

Ahora que está de moda hacer decálogos, los puntos séptimo, octavo y noveno, los dejo a vuestra consideración. 

El décimo, lo tengo claro. Que lo que ha pasado nos tiene que hacer pensar en la debilidad de la condición humana. Y nos tiene que hacer ser conscientes que muchas de las realidades que vivimos cada día y que nos parecen seguras, penden de un hilo. Como la misma vida. Esta es, hoy, la gran lección.

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